miércoles, 18 de febrero de 2015

Cuerpos de tierra, un texto de Antonio Muñoz Molina, con motivo de la nueva exposición de Amaya Bozal.


   Cuanto más nos rodean las fantasmagorías virtuales más necesario se nos vuelve, a algunos de nosotros, la sensación de la presencia material de las cosas, la sustancia táctil de lo que no puede resumirse en una imagen pixelada, en la superficie lisa y pulida de una pantalla, una cualquiera de las pantallas de todas las dimensiones posibles a las que es cada vez más difícil no estar mirando siempre. La mirada es un sentido que admite e impone la lejanía, y por eso el engaño entra más fácilmente por los ojos. Pero el tacto, que es nuestra manera de mirar con las manos, se queda cada vez más limitado, casi amputado, porque toda la riqueza infinita de las texturas de la materia va disolviéndose cada vez más en esa superficie sobre la que se deslizan sin presión ni sorpresas las yemas de los dedos. Y las manos mismas se vuelven cada vez más pasivas, más ignorantes de sus propias facultades: ahora parecen extremidades atrofiadas, poco a poco superfluas, sin la musculatura del trabajo material, sin la sabiduría instintiva de la destreza. El descrédito de la pintura en las últimas décadas, y el abandono de la enseñanza de las disciplinas artesanales -el dibujo, el modelado- tienen que ver con ese abandono de una forma de relacionarse con el mundo y de comprenderlo mediante el tacto, mediante la acción sabia de las manos, en esa cercanía de intimidad que establece la separación necesariamente muy escasa entre el sujeto y el objeto, la cercanía corporal que favorece el trabajo y el deleite de los otros sentidos, el oído, el olfato, el gusto. Innumerables terminaciones nerviosas conectan el cerebro con el mundo a través de la epidermis: a flor de piel, como dice con tanta poesía la expresión común.

  Yo siento admiración y envidia por los que trabajan con sus manos. En seguida me gana la nostalgia táctil de las cosas. Escribo en teclado veloz de un portátil pero he de volver cotidianamente a la pluma, la tinta, el papel. Leo en pantallas digitales, pero cuando quiero leer lo que más me importa, literatura, poesía o ficción, he de hacerlo en un libro impreso, porque no se lee solo con los ojos, sino también con el tacto y con el olfato, con la sensación de la lisura siempre un poco áspera del papel y el olor de la celulosa y la tinta. Delante de un cuadro que me gusta mucho quisiera adelantar la mano y tocarlo delicadamente.

  Y desde luego cuando siento el mayor impulso de tocar es cuando me acerco a una escultura, más todavía a una escultura en barro. El barro, la arcilla, es un material que tiene un trato tan antiguo con la mano humana, con la especie humana, que sin duda la ha modelado en su evolución -el verbo es pertinente- igual que el trigo o el aceite o el hierro, casi tanto como el fuego, con el que quedó emparentado en la alfarería. El arte, en su médula, es algo más que una invención cultural: es un instinto cognitivo, genéticamente programado en el proceso de nuestra adaptación al mundo, en el repertorio de ardides para la supervivencia. Necesitamos dar forma a la realidad para poder comprenderla. Le damos forma mediante canciones, mitos, cuentos, figuras dibujadas, moldeadas, talladas. Al tocar un puñado de barro fresco nuestras manos se ponen a manipularlo sin que intervenga ninguna decisión de la voluntad, igual que se juntan y se ahuecan delante de un caudal de agua para formar el cuenco que nos permita beberla. En las cuevas paleolíticas hay imágenes que no han necesitado pigmentos para cobrar forma: son siluetas de animales trazadas con la yema del dedo índice sobre una pared de arcilla fresca. La impresión de inmediatez táctil es tan poderosa como la de lejanía en el tiempo: ese gesto tan visible en su movilidad sucedió hace millares de años.

  Lo que me atrae en las figuras de barro de Amaya Bozal es la presencia de lo material originario organizado por los saberes artesanales e intelectuales del arte y a la vez respetado en su terrenalidad. Un busto femenino es el cuerpo delicado y esbelto de una mujer y es al mismo tiempo, sin confusión, sin discordia, la tierra de la que está hecho, las huellas del proceso de la cocción, la fuerza controlada del fuego, igual que un paisaje de desierto de Dubuffet es la sugerencia visual de las dunas y es la arena misma del desierto. Quizás es esa atracción por lo elemental, lo irreductible, lo orgánico, la que aproxima a Amaya Bozal a la poesía de Seamus Heaney, otro heraldo de la terrenalidad en una cultura cada vez más inclinada a la lisura de la asepsia. En Bozal, como en Heaney, hay un impulso arqueológico, casi espeleológico, de excavación y descenso, de búsqueda de lo que está enterrado y oculto, lo que volvió a la tierra cumpliendo los ciclos de la naturaleza, lo que ha sido disgregado o completado por el paso del tiempo, por los azares de la destrucción. Las esculturas de Bozal, siempre de cuerpos fragmentarios, cabezas, torsos, pies, siempre marcadas por la intemperie, en el fondo imitan, acelerándolos y sintetizándolos, los procedimientos de ese supremo escultor que según Marguerite Yourcenar es el tiempo. La perfección, lo cerrado y completo, lo acabado, lo pulido, es una fantasía. Trabajamos en la oscuridad, exploramos a tientas, y lo que hacemos es frágil y perecedero, y además está bien que así sea. El fragmento puede ser más revelador que la figura entera. En el budismo antiguo la presencia de Buda no estaba indicada por esculturas completas, sino por representaciones de la huella de su pie. Amaya Bozal invoca los los rituales de sacrificios humanos en los bogs de Irlanda y de Dinamarca, que atrajeron tanto a Heaney, pero viendo sus bellos torsos y pies femeninos de barro yo me acuerdo también de las esculturas despedazadas y las esculturas humanas involuntarias de Pompeya, dañadas por el fuego, modeladas en el vacío bajo la lava y la ceniza, presencias y ausencias simultáneas, extinción y perduración.

  Necesitamos un arte así para mantener despiertos los sentidos y la inteligencia, para sacudir el letargo de lo virtual incesante, de lo instantáneo sin huella. Mirar de cerca las obras reales, plantadas sobre la tierra, alzadas en el espacio, únicas e irreductibles en medio del vano parpadeo y la sobreabundancia obscena de las imágenes digitales. Tocar con la mirada, mirar con las manos, envidiar el trabajo de quien las hunde en el barro y ejerce con ellas el acto primitivo de la creación.



La exposición de Amaya Bozal, Era hermoso y tenía voz, se inaugura el día 24 de febrero de 2015.

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